Los Libros Mutantes
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El Muro (Aguafuerte Rosarina)

5/25/2011

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Una bolsa blanca bailaba trazando firuletes sobre un sucio lienzo de tierra, en un día de otoño, o quizás no, quizás sea esa la imagen que elegí posteriormente, en la cual la estación más nostálgica haría de esta instantánea una menos chocante. Quizás fuera verano.
La bolsa navegaba las corrientes, ahí cerca, los chicos jugaban. Silenciosos, casi con miedo de llamar la atención de un mundo como bota de cuero, que solo aplasta. La pelota embarrada no pica bien, sin embargo una patada fortuita logra, en su parábola particular, atravesar el tenue (pero no menos real) muro que separa los mundos, el de la bolsa y la pelota embarrada, y el de los vecinos. Y allí deja su marca, sus gajos marcados como huellas de un caminante transversal.
Ese muro, como todos, más que separar, excluye. Se alza con ladrillos e ironía entre las casillas de los pobres del barrio y la fortaleza solitaria del Otro, vecino, extranjero en su cuadra, que con su prepotencia se ha hecho estandarte. Muro que habla, ése. Susurra paranoia y desdén, destila exclusión. No es chino ni de los lamentos, más se asemeja a esos modernos e insensatos que proliferan con el auspicio de los noticieros.
Los chicos solo imaginan el otro lado de ese muro, en el que vivirían reclusos temerosos del contagio, aferrados a sus controles remotos como cetros de nobles depuestos. Qué triste, piensan, o mejor dicho, pienso yo cuando paso por enfrente. ¿A qué costo han erigido esa contradicción, con qué singular argamasa, que hace de ellos los excluídos?
Los chicos aún no están al tanto de esas realidades, solo las intuyen, saben que las han heredado de la misma manera que heredaron ropas usadas y sueños de segunda mano. Su mundo, aún pequeño, solo conoce ese límite. Por ahora, solo lo tantean a pelotazos, menos dolorosos que los cabezazos que se pegarán en unos años. 
¿Y yo? Miro, me indigno, puteo hacia nadie en particular. Y les devuelvo la pelota de una patada.
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El caballo de la lluvia

5/13/2011

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Del otro lado del ventanal hay un caballo pastando lánguidamente bajo la lluvia. Yo, en mi silla reclinable y cómodo en el ambiente regulado por aire y detrás de vidrios aislantes, que me dejan ver hasta el límite de mi propia curiosidad, hasta que a o b o x me distraen de mi distracción premeditada y me vuelcan nuevamente al mundo detrás de los cristales, mi atención concentrada en un rectángulo luminoso que parece contener todo el mundo, pero que no lo logra. Las imágenes de caballos en la pantalla pueden ser más hermosas, más nítidas, pero cuando las miro no me da ganas de cabalgar por una llanura desconocida, si no que mi vista se va de nuevo hacia afuera, y miro el más terrenal, triste e indistinguible caballo color trapo de piso que sin embargo parece más libre que todos nosotros acá adentro. Pero no debe ser más que una ilusión. Por más que no esté encerrado, por más verde que tenga alrededor, no puede escapar, no piensa en la libertad, espera paciente a su dueño que lo vendrá a buscar para ponerlo a trabajar. Está encerrado en el mundo del hombre, y quizás ni en la soledad pueda ya ser libre. Y por eso salgo a la hora de comer y me siento a mirarlo, deseando poder trepar el alambrado y acariciar su morro, y prometerle al oído en voz baja que un día él y yo nos iremos de aquí.
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¿Para qué escribo?

5/1/2011

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Todo es narrativa, y donde uno encuentra una buena historia, tiene casi como imperativo estético compartirla con los demás, sea un mero chiste, una novela magnífica, una canción, la trama o la emoción suscitada por un videojuego, un cómic, una serie de televisión o una película.

En términos más generales, uno escribe porque necesita en alguna medida hacerlo, y porque cree/espera/reza que haya alguien que lo lea, en algunos casos por el ego, en la mayoría de los otros, por la sensación de comunidad que trae el saberse escuchado.


Para eso escribo. Y por la misma razón, vos estás leyendo.
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