Del otro lado del ventanal hay un caballo pastando lánguidamente bajo la lluvia. Yo, en mi silla reclinable y cómodo en el ambiente regulado por aire y detrás de vidrios aislantes, que me dejan ver hasta el límite de mi propia curiosidad, hasta que a o b o x me distraen de mi distracción premeditada y me vuelcan nuevamente al mundo detrás de los cristales, mi atención concentrada en un rectángulo luminoso que parece contener todo el mundo, pero que no lo logra. Las imágenes de caballos en la pantalla pueden ser más hermosas, más nítidas, pero cuando las miro no me da ganas de cabalgar por una llanura desconocida, si no que mi vista se va de nuevo hacia afuera, y miro el más terrenal, triste e indistinguible caballo color trapo de piso que sin embargo parece más libre que todos nosotros acá adentro. Pero no debe ser más que una ilusión. Por más que no esté encerrado, por más verde que tenga alrededor, no puede escapar, no piensa en la libertad, espera paciente a su dueño que lo vendrá a buscar para ponerlo a trabajar. Está encerrado en el mundo del hombre, y quizás ni en la soledad pueda ya ser libre. Y por eso salgo a la hora de comer y me siento a mirarlo, deseando poder trepar el alambrado y acariciar su morro, y prometerle al oído en voz baja que un día él y yo nos iremos de aquí.
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Julio 2013
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