La Colonia, parte 2: Forjando la Colonia
La continuación de "La Colonia" transcurre años después de los eventos del primer libro. El tiempo de Arlan y la memoria de la Sombra son sólo cuentos y no quedan ni vestigios de la utopía de la primera Colonia.
Pero el viento del cambio vendrá del sur y del este, donde los exiliados aún intentan resistir el avance de la degradación de su comunidad. Un extraño venido de más allá de las fronteras; un exiliado ávido de libertad; una refugiada que reniega de la pasividad de su gente: ellos tres tendrán que enfrentarse al inexorable fin de las viejas utopías y crear una nueva Colonia que cumpla la promesa de la original.
Pero el viento del cambio vendrá del sur y del este, donde los exiliados aún intentan resistir el avance de la degradación de su comunidad. Un extraño venido de más allá de las fronteras; un exiliado ávido de libertad; una refugiada que reniega de la pasividad de su gente: ellos tres tendrán que enfrentarse al inexorable fin de las viejas utopías y crear una nueva Colonia que cumpla la promesa de la original.
Adelanto (capítulo 2)
Marat despertó como lo hacía todos los días: deseando estar en su cama en el valle y no ahí. El lugar en el que despertaba desde la primavera pasada era frío y deprimente, y por más que trabajara eso no cambiaba. Como todas las mañanas, tenía que pasar un rato largo mirando el techo antes de juntar la energía para salir y tratar de cambiar su situación. El techo era su principal motivación. Por más que lo arreglara, todos los días había un hueco nuevo o una sección que se volaba. No era la más robusta de las edificaciones ni la más bella. Era un cubo delimitado por cuatro troncos robustos sobre los cuales se apoyaban otros troncos más pequeños para formar un enrejado que soportaba un techo de ramas y paja, todo ello unido por barro y sogas. Las paredes no eran más que cuadrados de cuero cosido que llegaban del techo al piso y se sostenían allí gracias a una diversidad de elementos. Habían tenido clavos largos para hundir en el piso, pero algunos se habían perdido o roto, así que secciones enteras de pared se sostenían por medio de bultos puestos sobre los bordes para que no se levantaran con el viento.
En ese lugar dormía una docena de hombres. Había también una docena de tiendas similares que albergaban alternativamente a hombres o mujeres. Casi todos ellos habían ido voluntariamente, pero unos pocos no, y esos pocos eran los suficientes como para haber causado gran parte del malestar que ahora dominaba a Marat. Él había ido voluntariamente, deseando hacer algo que valiera la pena y de lo que estar orgulloso. Pero con el paso del tiempo, la gesta heroica que se parecía tanto en el discurso a lo que habían hecho los primeros colonos ya no parecía más que un error considerando los hechos. Casi un año había pasado desde ese momento, y aunque ahora eran más personas, también habían perdido a dos colonos a causa del frío y la enfermedad. Lo que deberían haber logrado en poco tiempo, construir casas más duraderas y establecer algún tipo de normalidad, no había resultado tan fácil. La vida al sur del valle y más allá del abismo era completamente distinta. El puente que el Protector les había prometido nunca se había manifestado, por lo cual los caballos que les llevaban los suministros solían tardar más de lo necesario o perdían parte de su carga en el cruce por el estrecho paso sobre el abismo. Las vacas habían consumido en poco tiempo la mayor parte de los pastos, dado que era un terreno más agreste, y se habían visto forzados a llevar a casi todas las bestias de vuelta al otro lado del abismo. No podían lograr que nada creciera en esa zona, excepto por unos tubérculos pequeños y agrios que crecían naturalmente pero que nadie comía excepto que desfallecieran de hambre.
Para colmo, los hombres que habían mandado al otro lado de las montañas a buscar mejores tierras y bosques más cercanos para facilitar la construcción nunca habían vuelto. Habían pasado dos revoluciones de la luna desde el día en que se habían ido, y ya nadie mantenía esperanzas más que públicamente en frente de las mujeres que aún los esperaban, para no hundir sus espíritus.
En resumen, Marat estaba cada día más convencido de que el loco Saatch tenía razón. El loco había sido exiliado, y nadie creía que tuviera sus procesos mentales en orden, pero sus delirios paranoicos tenían cada vez más sentido, y no sólo para Marat. Otros que lo rodeaban y que hablaban libremente delante de él reconocían que empezaban a pensar de manera similar. Todos ellos habían sido, por uno u otro motivo, castigados. Los exiliados visibles eran los que habían sido obligados a irse, pero Marat creía recordar que había visto muchos más voluntarios al principio. Pero casualmente los que habían sido seleccionados para erigir la colonia sur eran los que más difícilmente se ajustaban a la vida en el valle central. Algunos, porque los guardias les habían quitado cosas que eran suyas o les habían hecho difícil la vida, comportándose igual o pero que el Protector, como si la Colonia fuera un objeto preciado y ellos estuvieran seguros de tener derecho a una parte del mismo. Otros, porque cansados de sus trabajos habían intentado aportar a la Colonia de otras maneras menos esforzadas y habían sido obligados a tomar otras tareas aún más duras.
A la vista del Protector, todos ellos no eran más que vagos, soñadores e inútiles. Algunos días Marat coincidía con esa visión, pero la mayor parte del tiempo entendía que ellos también merecían un lugar en la Colonia, y que quizás el problema no fueran ellos sino que la Colonia no podía darles la libertad que querían. Marat no se consideraba la persona más inteligente o la más sabia de la Colonia, pero sabía escuchar, y desde que era pequeño registraba todo lo que pasaba o se decía a su alrededor, y había ido formándose una idea clara de cómo eran las cosas y una un poco más tenue de cómo habían sido en el pasado. La diferencia entre ambas era notoria y no podía evitar sentir que había algo que andaba mal, si las cosas habían cambiado de tal manera.
Se puso de pie lentamente para no despertar a los otros que aún dormían. El sol empezaba a filtrarse entre los huecos de la habitación, mostrándole a Marat a las claras las cosas que tenían que arreglar. Suspiró y pensó en cuán fácil sería su vida si todo lo que no funcionaba en ella pudiera detectarse y arreglarse de la misma manera. Caminó entre los cuerpos durmientes con cuidado hasta llegar a la puerta, un tajo vertical en la pared de tela que flameaba levemente al viento, habiéndose escapado del anillo que lo ataba a la estaca del piso. Terminó de desatar los otros anillos que ataban los dos trozos de tela juntos y se asomó al exterior. El sol estaba aún bajo en el horizonte, pero brillaba justo a través de un paso entre las montañas circundantes. Era temprano aún, pero en pocos minutos empezarían a despertarse los demás. Mantener la nueva colonia en funcionamiento era un trabajo arduo, y aún los de menor inclinación al trabajo se esforzaban para hacerlo lo mejor posible. Sabían que de lo contrario el resto del grupo los expulsaría, y no podrían volver al valle.
Aprovechó esos momentos de paz caminando de un lado al otro del campamento. Las otras tiendas —o cabañas, era difícil saber qué grado de durabilidad tenían y por lo tanto como llamarlas— no mostraban movimiento. Estaban dispuestas en una especie de círculo estrecho para proteger al conjunto del viento fuerte que corría de este a oeste a lo largo de la cadena montañosa, y en el centro del círculo estaban las cajas con el último cargamento de suministros y una estaca donde estaban atados los cuatro caballos que poseían. Marat se alejó del campamento hacia el este, buscando el arroyo que descendía de la montaña y pasaba a un tiro de piedra de distancia del campamento. Con el sol por delante cegándolo, cerró los ojos y dejó que sus piernas recordaran la distancia y el camino hacia el curso de agua. Aguzó el oído y empezó a escuchar el murmullo leve del arroyo. Siguió adelante hasta llegar al borde del arroyo, a juzgar por las piedras pequeñas y húmedas bajo sus pies.
El sol era tan fuerte que casi traspasaba sus párpados a pesar de tenerlos cerrados. Abrió los ojos pero se cubrió la frente con la mano para soportar el embate de los rayos del sol. Aún así, al mirar hacia adelante vio puntos de luz y sombra en su campo visual. Fueron cediendo a medida que parpadeaba, pero un punto negro se resistía a desaparecer. Movió la cabeza de lado a lado pero el punto no se movía con él. Tuvo que aceptar que el problema no estaba en sus ojos, sino ahí afuera. Levantó su otra mano para cubrirse mejor de la luz, y entonces pudo darse cuenta de que el punto se estaba acercando. Era posible que fuera una de las reses que se habían perdido. O quizás uno de los hombres desaparecidos. La esperanza empezó a acelerar los latidos de su corazón. Dio unos pasos hacia adelante, internándose en el arroyo casi hasta las rodillas. Aún no podía ver claramente qué forma tenía la sombra que se acercaba. Pero estaba seguro de que seguía acercándose, porque era cada vez más grande.
Por un momento, unas nubes bajas ocultaron el sol que ascendía rápidamente, y Marat pudo ver por fin la silueta de quien se acercaba. Porque era un hombre el que se acercaba, sin lugar a dudas. Marat dio dos pasos más, pero se frenó al llegar al otro lado del arroyo. Ahora podía ver mejor al hombre, y estaba seguro que no era uno de los que habían desaparecido. Tampoco era nadie que él hubiera conocido en su vida. Para empezar, estaba completamente calvo y afeitado, algo inusitado en la Colonia, donde todos los hombres tenían algún nivel de vello facial por practicidad. Vestía de una forma extraña, con pantalones y una chaqueta que no estaban hechas de lana ni de cuero, los únicos materiales que se usaban en la Colonia.
El hombre estaba a unos diez pasos de él cuando Marat empezó a pensar que el desconocido podía no tener buenas intenciones. Retrocedió un paso y tropezó con un guijarro, cayendo sentado sobre el arroyo. Su rostro estaba rojo y su trasero mojado cuando el otro hombre llegó a su lado y le ofreció una mano. Marat no sabía qué hacer. El hombre podía aprovechar el contacto para atacarlo, clavarle un cuchillo o algo por el estilo. Pero si esa era su intención, podría haber aprovechado que estaba en el piso y en situación desventajosa. Si por pensar en esas posibilidades remotas terminaba rechazando su ofrecimiento, el desconocido podía interpretarlo como una ofensa.
Marat tomó su decisión y, con ella, la mano del desconocido que aún estaba extendida delante de su rostro. El desconocido era fuerte y lo alzó con un único movimiento de su brazo, sin tener que agregar más músculos para lograrlo.
—Gracias —dijo Marat.
—No fue nada —dijo el hombre.
Ahora que lo tenía cerca, el único adjetivo que le venía a la mente a Marat era: indefinido, y aplicaba tanto a la edad como a la tez y los rasgos del recién llegado. Ni muy viejo ni muy joven, ni muy oscuro ni muy claro, ni muy anguloso ni muy blando. Era como un hombre completamente estándar, una tabla rasa sobre la cual algún creador empezaría a modelar a los hombres reales. Pero Marat descartó esos pensamientos rápidamente. Sólo los más locos de la Colonia repetían ese tipo de cosas. Saatch era uno de ellos, filosofando o delirando frecuentemente sobre un creador metafísico. Pero si la impresión visual del desconocido lo hacía pensar en cierta artificialidad, su contacto y su pose relajada no tenía nada de raro ni incómodo, lo cual terminó de enterrar las ideas más extrañas de Marat. Pero en su lugar vinieron varios interrogantes más terrenales.
—Quizás no es de buen gusto preguntar esto, pero las circunstancias lo justifican, me parece. ¿De dónde viene?
El desconocido giró el rostro hacia el costado, como si pudiera ver algo a la distancia. Pero adonde su vista apuntaba era a las montañas del este, donde nadie se había internado aún.
—Vengo... de más allá.
—¿De las montañas? —preguntó Marat.
—No. De más allá aún.
—Dicen que lo único que hay más allá, en todas direcciones, es el mar.
—Los que dicen eso tienen razón, de algún modo. Más allá de esta tierra hay un mar sin fin, oscuro y en movimiento constante, mayormente vacío. Pero en algunos lugares hay otras tierras como ésta. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
—Sí —dijo Marat, aunque no entendía del todo. Pero lo que salía de los labios de ese hombre eran palabras tan interesantes y una voz tan melodiosa que no quería contradecirlo y que se enojara y se marchara.
—Mi nombre es Karuzen.
—Marat.
—¿Ése es tu nombre?
—Sí.
—¿Qué haces tan lejos de tu Colonia, Marat?
—¿Cómo sabe eso?
—Dije que vengo de lejos. No dije que haya llegado hoy. Conozco esta tierra, y he visto tu valle muchas veces, y a tu gente ir y venir. Pero nunca habían llegado tan lejos.
—Hace meses que estamos aquí.
—Y sin embargo ésta es la primera vez que me ves, o que yo vengo a verte. ¿Qué te dice eso?
A Marat toda la conversación le sonaba parecida a hablar con uno de los maestros que lo habían criado. Como si aún ahora que era un adulto, este hombre se arrogara el derecho de seguir instruyéndolo como a un niño. Pero aunque debería haberse enojado, en realidad sentía todo lo contrario: deseo de aprender todo lo que el extraño estuviera dispuesto a enseñarle.
—Karuzen —dijo en voz baja. —Karuzen, siento que me estás queriendo decir algo.
—¿Por qué estás aquí?
—Porque me desperté antes que los otros.
—¿Pero por qué viniste aquí, al sur?
—Porque no había lugar para mí en la Colonia. Así que tuve que venir aquí a inventarme otra colonia donde encontrar un lugar.
Karuzen pareció satisfecho con la respuesta.
—¿Y si pudieras empezar todo de vuelta... qué harías distinto?
Marat bajó la vista y se encogió de hombros.
—No lo sé todavía.
—Si me dejas, te lo puedo enseñar.
Marat alzó la vista y sus ojos se enfocaron en las pupilas grises del extraño.
—Eso me gustaría.