Una bolsa blanca bailaba trazando firuletes sobre un sucio lienzo de tierra, en un día de otoño, o quizás no, quizás sea esa la imagen que elegí posteriormente, en la cual la estación más nostálgica haría de esta instantánea una menos chocante. Quizás fuera verano.
La bolsa navegaba las corrientes, ahí cerca, los chicos jugaban. Silenciosos, casi con miedo de llamar la atención de un mundo como bota de cuero, que solo aplasta. La pelota embarrada no pica bien, sin embargo una patada fortuita logra, en su parábola particular, atravesar el tenue (pero no menos real) muro que separa los mundos, el de la bolsa y la pelota embarrada, y el de los vecinos. Y allí deja su marca, sus gajos marcados como huellas de un caminante transversal.
Ese muro, como todos, más que separar, excluye. Se alza con ladrillos e ironía entre las casillas de los pobres del barrio y la fortaleza solitaria del Otro, vecino, extranjero en su cuadra, que con su prepotencia se ha hecho estandarte. Muro que habla, ése. Susurra paranoia y desdén, destila exclusión. No es chino ni de los lamentos, más se asemeja a esos modernos e insensatos que proliferan con el auspicio de los noticieros.
Los chicos solo imaginan el otro lado de ese muro, en el que vivirían reclusos temerosos del contagio, aferrados a sus controles remotos como cetros de nobles depuestos. Qué triste, piensan, o mejor dicho, pienso yo cuando paso por enfrente. ¿A qué costo han erigido esa contradicción, con qué singular argamasa, que hace de ellos los excluídos?
Los chicos aún no están al tanto de esas realidades, solo las intuyen, saben que las han heredado de la misma manera que heredaron ropas usadas y sueños de segunda mano. Su mundo, aún pequeño, solo conoce ese límite. Por ahora, solo lo tantean a pelotazos, menos dolorosos que los cabezazos que se pegarán en unos años.
¿Y yo? Miro, me indigno, puteo hacia nadie en particular. Y les devuelvo la pelota de una patada.
La bolsa navegaba las corrientes, ahí cerca, los chicos jugaban. Silenciosos, casi con miedo de llamar la atención de un mundo como bota de cuero, que solo aplasta. La pelota embarrada no pica bien, sin embargo una patada fortuita logra, en su parábola particular, atravesar el tenue (pero no menos real) muro que separa los mundos, el de la bolsa y la pelota embarrada, y el de los vecinos. Y allí deja su marca, sus gajos marcados como huellas de un caminante transversal.
Ese muro, como todos, más que separar, excluye. Se alza con ladrillos e ironía entre las casillas de los pobres del barrio y la fortaleza solitaria del Otro, vecino, extranjero en su cuadra, que con su prepotencia se ha hecho estandarte. Muro que habla, ése. Susurra paranoia y desdén, destila exclusión. No es chino ni de los lamentos, más se asemeja a esos modernos e insensatos que proliferan con el auspicio de los noticieros.
Los chicos solo imaginan el otro lado de ese muro, en el que vivirían reclusos temerosos del contagio, aferrados a sus controles remotos como cetros de nobles depuestos. Qué triste, piensan, o mejor dicho, pienso yo cuando paso por enfrente. ¿A qué costo han erigido esa contradicción, con qué singular argamasa, que hace de ellos los excluídos?
Los chicos aún no están al tanto de esas realidades, solo las intuyen, saben que las han heredado de la misma manera que heredaron ropas usadas y sueños de segunda mano. Su mundo, aún pequeño, solo conoce ese límite. Por ahora, solo lo tantean a pelotazos, menos dolorosos que los cabezazos que se pegarán en unos años.
¿Y yo? Miro, me indigno, puteo hacia nadie en particular. Y les devuelvo la pelota de una patada.