Shepard y sus aliados, amigos, amores
Mass Effect es una narrativa serial en forma de juego. Es una forma complicada de decir que no es "un jueguito" o un videojuego cualquiera. En mi opinión, amerita pertenecer a una categoría particular de entretenimiento mixto en el que se aúnan las mejores características de varios medios de comunicación.
¿A qué me refiero con esto? ¿Por qué hablar de un juego en un sitio ostensiblemente dedicado a libros?
No voy a decir que la calidad narrativa de esta saga de juegos es equivalente a un Thomas Pynchon o un George R.R. Martin al menos. No. Pero es la conjunción de elementos en estos juegos que lo elevan a un nivel narrativo y emotivo pocas veces alcanzados por entretenimiento alguno.
Voy a intentar explicarme en más detalle, pero primero un poco de contexto para los que no están familiarizados con Mass Effect:
Mass Effect es una saga de 3 videojuegos desarrollados por BioWare. Lo que la caracteriza es su pertenencia a la ciencia ficción más fantasiosa y menos especulativa, pero tan bien desarrollada en cuanto a sus culturas, historia y relaciones entre facciones que supera a muchos libros del mismo género. Pero más aún, lo que lo destaca respecto a la mayoría de los juegos populares en estos años es que la historia tiene primacía sobre la jugabilidad. Esto no significa que el juego sea aburrido o poco jugable. Para nada. Pero lo que significa es que casi la totalidad de las acciones del juego están enmarcadas en una narrativa consistente y cuyos objetivos son hacer avanzar la historia por alguna de sus múltiples variantes. Y las decisiones del jugador/espectador/lector (porque en cada momento del juego se ponen en práctica distintas modalidades de interacción con el contenido, más o menos activo) son importantísimas y afectan el desarrollo del juego a cada minuto, y traslandándose del primer juego al tercero. Mucho más que disparar un arma (que mucho de eso hay, pero nunca es repetitivo porque es en la consecución de un objetivo y no por el objetivo de la acción en sí), son las decisiones en torno a los diálogos, al convencer a un aliado o intimidar a un enemigo, entre muchas otras modalidades de interacción, las que determinan una modalidad de juego en la que el jugador no solo juega a ser un personaje, sino que expresa una moral.
El ejemplo más claro de lo que explico es además una de las experiencias más movilizadoras que tuve como jugador o espectador o lector de cualquier tipo de entretenimiento:
En el primer juego (Mass Effect, 2007), en el rol del comandante Shepard (héroe y protagonista exclusivo de la saga) me tocó tomar una decisión de juego que me atormentó por un tiempo. En una misión de las tantas y variadas que llenan el juego, me tocó escapar de una instalación invadida completamente por enemigos. En la confusión de la batalla, mis dos escuadrones de soldados se encontraban en distintos puntos del escenario. Ashley Williams y Kaidan Alenko, mis compañeros y subordinados desde la primera misión, con los que había dialogado por muchas horas y sufrido victorias y derrotas, estaban en peligro. Y el juego me puso en una situación insoluble que predijo las cientas de decisiones moralmente grises de la saga: tuve que decidir entre salvar a Ashley o a Kaidan. No podía llegar a tiempo para rescatar a los dos o toda mi tripulación moriría. Traté de dilatar la decisión lo más posible, pero no surgió ninguna solución mágica. Tuve que decidir, en un momento en que mi personaje y mi personalidad se difuminaron hasta no saber si lo que decidí lo hice por mi propia moral o porque era lo que Shepard haría.
Decidí salvar a Ashley, por el simple motivo de que no podía dejar morir a una mujer. Machismo, quizás, o caballerosidad, pero no podía escuchar la voz de Ashley apagándose en el comunicador. Kaidan, un hombre valeroso, pagó el precio, resistiendo hasta el último minuto. Le dije que iba a hacer lo posible en llegar a tiempo para salvarlo, pero me dijo que era inútil. Que no lo podía salvar. Que había sido un honor luchar conmigo. No sé si esas fueron sus palabras exactas, pero es lo que recuerdo. Un indicio de lo mucho que me afectó tener que decidir la muerte de un personaje principal de mi historia, sin esperanzas mágicas de resurrección (porque el juego es un juego pero en primera instancia cuenta una historia con resonancia emocional. Cuando alguien muere en Mass Effect, excepto en un caso muy particular y justificado, muere. Es algo que en las películas de acción es un cliché: salvarse a último minuto o revivir. Acá no. Esto era una película de guerra. Tarde o temprano, todos mueren) es que recuerde ese momento después de 4 años de jugar al juego original.
En la tercera parte (Mass Effect 3, 2012), la narrativa ha seguido adelante y mi personaje, a fuerza de cientos de decisiones complejas, es más que un conjunto de polígonos dotado de voz. Expresa mis deseos, decide en base a mi moral, todo ello con más coraje y decisión de lo que podría tener en la vida real, obviamente. Pero tuve que decidir entre salvar a una raza violenta o darles una oportunidad de supervivencia corriendo muchos riesgos, entre priorizar un objetivo militar o la supervivencia de unos colonos, entre salvar a mi tripulación o salvar a gente inocente. Y siempre tomé el camino más difícil pero más moralmente defendible, las decisiones con las que podría dormir si yo fuera ese personaje.
La suma de esas decisiones hace que la narrativa tome un viraje oscuro. El peso del mundo (literalmente, de toda la Tierra bajo una invasión) se vuelve insoportable para mi personaje, y también para mí. Viejos amigos aparecen solo para morir en una misión. Viejos amores (que tuve que elegir y desarrollar como en un simulador de afectos) se pusieron a prueba y también viejas y nuevas lealtades. Pero la guerra empieza a hacer estragos en mi personaje. Los nombres de mis compañeros muertos están en una pared de mi nave, un recordatorio de los precios pagados a lo largo de la saga. Ahí está Kaidan Alenko. En otra misión pierdo a un querido amigo, un divertido y perspicaz personaje llamado Mordin Solus. Su nombre aparece en ese muro al instante, y luego el de otro aliado con el que me encariñé, una inteligencia artificial con toda la humanidad faltante en muchos hombres, y finalmente un amigo con una enfermedad terminal al que ayudé a reencontrarse con su hijo. Todos ellos, en el muro.
A lo largo del juego mi personaje empieza a soñar con las cosas que ha perdido. El rostro de un niño muerto ante sus ojos lo persigue. A mí me persiguen también los rostros de los muertos, por momentos me invade la tristeza por personajes ficticios con los que he tenido más interacción que con cualquier personaje literario o fílmico. Sólo puedo compararlo al sentimiento que siempre me da el final de El Señor de los Anillos. La tristeza de los amigos que se van.
Es por este tipo de cosas que una historia así es poderosa. Te involucra sensorialmente, intelectualmente, físicamente, moralmente. Creo que si uno investigara las decisiones que toman los jugadores en estos juegos, hallaría interesantes reflexiones sobre los preceptos que los guían. Uno puede actuar como un villano o antihéroe (es una opción válida) pero los juegos, como cualquier otra narrativa o como los tests de personalidad, tienden a la consistencia del carácter. Puedo disimular, pero eventualmente empezaré a tomar las decisiones con las que me identifico íntimamente.
Hacia el final del juego, habiéndome despedido de mis aliados, amigos y amores, me toca correr hacia una muerte segura, intentando una jugada desesperada para salvar a la tierra. A mis lados, caen cuerpos. Alguno puede ser de mis amigos. No lo sé. Una explosión me arroja a un lado, y tengo que arrastrarme hasta llegar a mi objetivo.
Finalmente, herido y caminando a duras penas, sé que mi personaje no vivirá mucho más. La narrativa me lo dice. Estoy herido y si llego a salvar a la Tierra estaré contento en morir. Y el juego me pone en la peor decisión hasta el momento. Tres opciones igual de malas, en las que salvo al mundo pero condeno a una u otra raza a la muerte o a la destrucción de la sociedad que he intentado defender. Nada será lo mismo después de mi decisión. Los que vivan estarán cambiados para siempre. Algunos que me acompañaron en la lucha nunca podrán volver a sus mundos. Sé que nunca volveré a ver a mis compañeros, a mis amigos. Pero sé que tengo que pagar ese precio. Mi personaje lo acepta, y yo también. Pero nunca dudo en mi decisión. Decido salvar a todos. No puedo sacrificar a nadie. Y me doy cuenta que en la base de mi decisión están los cientos de decisiones que tomé durante el juego. Siempre quise salvar a todos. No decepcionar a nadie. No solo por mí, sino por ese hombre que dejé morir, por Kaidan. Fue una epifanía mundana. Pero en ese momento, si bien formalmente tenía libertad de elección, en realidad, pragmática y emocionalmente, no la tenía. No podía ir en contra de todo lo que hice antes y traicionar mi propia historia, a mis amigos, a los que confiaban en mí.
Y corrí hacia un tubo de luz en el que empecé a desintegrarme, viendo pasar los rostros de los que dejé atrás.
Después de eso, después de terminado el juego, no pude volver a tocarlo. No quiero hacerlo. ¿Para qué? Seguramente podría volver atrás y revivir alguna parte de la historia a la que no le presté la debida atención. Visitar de vuelta a mis viejos amigos. Pero mi historia había terminado. No podía mirar de nuevo a mi personaje, ni a sus amigos. No se puede volver atrás, emocionalmente hablando. Ya crucé ese Rubicón.
Ojalá haya muchos juegos como éste. Debería haber muchos más. Porque los juegos son el medio con el más alto potencial para movilizar emotivamente a los que los experimentan. Una película te moviliza, pero te involucra tangencialmente. Un libro es más íntimo, pero sin estímulos sensoriales (excepto los imaginarios) ni interacción. Este juego me hizo reír y sentirme triste como la mejor película o el mejor libro, o la mejor canción, pero multiplicado por las más de cien horas que debo haber pasado en su compañía. El día en que el resto del mundo despierte a las posibilidades narrativas y emocionales de los juegos, será un día en que cambie el mundo. Realmente lo creo. Experimentar lo que se siente salvar al mundo y perderlo, como me tocó a mí, te muestra muchas cosas sobre vos mismo y sobre el efecto positivo que puede tener una buena historia.
En el fondo, siempre se trata sobre eso. Una buena historia.
La suma de esas decisiones hace que la narrativa tome un viraje oscuro. El peso del mundo (literalmente, de toda la Tierra bajo una invasión) se vuelve insoportable para mi personaje, y también para mí. Viejos amigos aparecen solo para morir en una misión. Viejos amores (que tuve que elegir y desarrollar como en un simulador de afectos) se pusieron a prueba y también viejas y nuevas lealtades. Pero la guerra empieza a hacer estragos en mi personaje. Los nombres de mis compañeros muertos están en una pared de mi nave, un recordatorio de los precios pagados a lo largo de la saga. Ahí está Kaidan Alenko. En otra misión pierdo a un querido amigo, un divertido y perspicaz personaje llamado Mordin Solus. Su nombre aparece en ese muro al instante, y luego el de otro aliado con el que me encariñé, una inteligencia artificial con toda la humanidad faltante en muchos hombres, y finalmente un amigo con una enfermedad terminal al que ayudé a reencontrarse con su hijo. Todos ellos, en el muro.
A lo largo del juego mi personaje empieza a soñar con las cosas que ha perdido. El rostro de un niño muerto ante sus ojos lo persigue. A mí me persiguen también los rostros de los muertos, por momentos me invade la tristeza por personajes ficticios con los que he tenido más interacción que con cualquier personaje literario o fílmico. Sólo puedo compararlo al sentimiento que siempre me da el final de El Señor de los Anillos. La tristeza de los amigos que se van.
Es por este tipo de cosas que una historia así es poderosa. Te involucra sensorialmente, intelectualmente, físicamente, moralmente. Creo que si uno investigara las decisiones que toman los jugadores en estos juegos, hallaría interesantes reflexiones sobre los preceptos que los guían. Uno puede actuar como un villano o antihéroe (es una opción válida) pero los juegos, como cualquier otra narrativa o como los tests de personalidad, tienden a la consistencia del carácter. Puedo disimular, pero eventualmente empezaré a tomar las decisiones con las que me identifico íntimamente.
Hacia el final del juego, habiéndome despedido de mis aliados, amigos y amores, me toca correr hacia una muerte segura, intentando una jugada desesperada para salvar a la tierra. A mis lados, caen cuerpos. Alguno puede ser de mis amigos. No lo sé. Una explosión me arroja a un lado, y tengo que arrastrarme hasta llegar a mi objetivo.
Finalmente, herido y caminando a duras penas, sé que mi personaje no vivirá mucho más. La narrativa me lo dice. Estoy herido y si llego a salvar a la Tierra estaré contento en morir. Y el juego me pone en la peor decisión hasta el momento. Tres opciones igual de malas, en las que salvo al mundo pero condeno a una u otra raza a la muerte o a la destrucción de la sociedad que he intentado defender. Nada será lo mismo después de mi decisión. Los que vivan estarán cambiados para siempre. Algunos que me acompañaron en la lucha nunca podrán volver a sus mundos. Sé que nunca volveré a ver a mis compañeros, a mis amigos. Pero sé que tengo que pagar ese precio. Mi personaje lo acepta, y yo también. Pero nunca dudo en mi decisión. Decido salvar a todos. No puedo sacrificar a nadie. Y me doy cuenta que en la base de mi decisión están los cientos de decisiones que tomé durante el juego. Siempre quise salvar a todos. No decepcionar a nadie. No solo por mí, sino por ese hombre que dejé morir, por Kaidan. Fue una epifanía mundana. Pero en ese momento, si bien formalmente tenía libertad de elección, en realidad, pragmática y emocionalmente, no la tenía. No podía ir en contra de todo lo que hice antes y traicionar mi propia historia, a mis amigos, a los que confiaban en mí.
Y corrí hacia un tubo de luz en el que empecé a desintegrarme, viendo pasar los rostros de los que dejé atrás.
Después de eso, después de terminado el juego, no pude volver a tocarlo. No quiero hacerlo. ¿Para qué? Seguramente podría volver atrás y revivir alguna parte de la historia a la que no le presté la debida atención. Visitar de vuelta a mis viejos amigos. Pero mi historia había terminado. No podía mirar de nuevo a mi personaje, ni a sus amigos. No se puede volver atrás, emocionalmente hablando. Ya crucé ese Rubicón.
Ojalá haya muchos juegos como éste. Debería haber muchos más. Porque los juegos son el medio con el más alto potencial para movilizar emotivamente a los que los experimentan. Una película te moviliza, pero te involucra tangencialmente. Un libro es más íntimo, pero sin estímulos sensoriales (excepto los imaginarios) ni interacción. Este juego me hizo reír y sentirme triste como la mejor película o el mejor libro, o la mejor canción, pero multiplicado por las más de cien horas que debo haber pasado en su compañía. El día en que el resto del mundo despierte a las posibilidades narrativas y emocionales de los juegos, será un día en que cambie el mundo. Realmente lo creo. Experimentar lo que se siente salvar al mundo y perderlo, como me tocó a mí, te muestra muchas cosas sobre vos mismo y sobre el efecto positivo que puede tener una buena historia.
En el fondo, siempre se trata sobre eso. Una buena historia.