La Ola
Estoy en el mar.
Mi camino me trajo aquí. Interiormente, por algún recuerdo borroso de felicidad anexado a esta geografía. Exteriormente, con ayuda de un mapa. Pero esas distinciones nunca son relevantes, porque te distraen de lo que pasa. Como por ejemplo, una estrella fugaz (que no es ni estrella ni fugaz), o el siempre inesperado cronometraje de las olas, algún auto que pasa traqueteando, ese viento frío y recién estrenado...
Me siento en la arena, apoyado en un tocón de madera que debe haber sido puesto ahí con el único propósito de darme apoyo, de vértebra de mi relato.
Siento frío, pero al menos es algo a qué aferrarse. Tirito y espero a que salga el sol, mejor dicho, que el mundo rote y la radiación llegue a este rinconcito del mismo. Por lo menos el astro es democrático.
No pienso en mucho. En el frío, en cuanto mas va a tardar en salir el maldito sol, en la intranquilidad de la noche. Respiro lo sagrado junto con la sal. Casi me decepciono al no ver a las mujeres de blanco adentrándose en el mar para llevar su ofrenda a Iemanjá. Ilusión óptica, fantasmas, de otra vida y otro mundo que tratan de infiltrarse en la noche, mi noche. De a poco, el horizonte clarea, las estrellas se ocultan. Cabeceo, casi dormido y abro los ojos: no, todavía es de noche. La Cruz del Sur todavía existe.
Pienso por un minuto en todos los que están bajo el mismo cielo. Todos hechos de átomos fraguados en la misma estrella, los mismos dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, la misma estructura básica. Pienso en esos otros que podrían estar pensando en mí ahora.
Y por algún motivo, recuerdo las palabras de Schrodinger en una hermosa interpretación de las leyes físicas. Que un organismo se mantiene vivo extrayendo orden de su entorno. Quizás por eso clasificamos, ordenamos, damos nombres a las cosas. Quizás al hacer esto, al parasitar el orden y robarlo de a poquito, en ese lento desangramiento, nuestro mundo se vuelve más caótico. Al querer adueñarnos de todo, morimos, matamos.
Cierro los ojos y visualizo mi amanecer. Es perfecto, como todos. Las nubes desaparecen, la mañana llega de repente, como en uno de esos dibujitos viejos en que alguien corría la noche con luna y estrellas y todo, como una cortina, y el sol brillaba del otro lado, colinas verdes, conejos saltando.
La playa empieza a sentirse menos sola, algunas personas madrugan para hacerle compañía. Los pájaros ya revolotean por el muelle, esperando a los pescadores. El bañero iza la bandera roja y negra. Me alejo un poco con mi tabla bajo el brazo. Camino hasta que ya no me vean, y me meto rápido en el mar, para no sufrir el frío de a poco. Hundo la tabla, pasando por debajo de las olas, y después de pelear un rato, paso la rompiente. Me siento sobre la tabla y me pongo de espaldas a las olas.
El Sol es implacable, pero lo acepto con los brazos abiertos, el calor se extiende por todo mi cuerpo, el mundo en tonalidades de rojo a través de mis párpados cerrados. Las olas me hamacan suavemente, pero no hay apuro. Es que estoy esperando la ola perfecta. Viene por mí desde muy lejos, sólo para mí, y yo vine solo por ella. Para eso está el mar, el viento, la influencia de la luna en la marea: por ella y por mí.
Sí, ya casi puedo sentirla, removiendo el fondo del mar, arrastrando consigo toda el agua que puede para no defraudarme. Siento el reflujo en los dedos de los pies, y su inminencia, como una inhalación contenida, el momento en que uno sabe.
Ahí viene.
Es tan hermosa.
Mi camino me trajo aquí. Interiormente, por algún recuerdo borroso de felicidad anexado a esta geografía. Exteriormente, con ayuda de un mapa. Pero esas distinciones nunca son relevantes, porque te distraen de lo que pasa. Como por ejemplo, una estrella fugaz (que no es ni estrella ni fugaz), o el siempre inesperado cronometraje de las olas, algún auto que pasa traqueteando, ese viento frío y recién estrenado...
Me siento en la arena, apoyado en un tocón de madera que debe haber sido puesto ahí con el único propósito de darme apoyo, de vértebra de mi relato.
Siento frío, pero al menos es algo a qué aferrarse. Tirito y espero a que salga el sol, mejor dicho, que el mundo rote y la radiación llegue a este rinconcito del mismo. Por lo menos el astro es democrático.
No pienso en mucho. En el frío, en cuanto mas va a tardar en salir el maldito sol, en la intranquilidad de la noche. Respiro lo sagrado junto con la sal. Casi me decepciono al no ver a las mujeres de blanco adentrándose en el mar para llevar su ofrenda a Iemanjá. Ilusión óptica, fantasmas, de otra vida y otro mundo que tratan de infiltrarse en la noche, mi noche. De a poco, el horizonte clarea, las estrellas se ocultan. Cabeceo, casi dormido y abro los ojos: no, todavía es de noche. La Cruz del Sur todavía existe.
Pienso por un minuto en todos los que están bajo el mismo cielo. Todos hechos de átomos fraguados en la misma estrella, los mismos dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, la misma estructura básica. Pienso en esos otros que podrían estar pensando en mí ahora.
Y por algún motivo, recuerdo las palabras de Schrodinger en una hermosa interpretación de las leyes físicas. Que un organismo se mantiene vivo extrayendo orden de su entorno. Quizás por eso clasificamos, ordenamos, damos nombres a las cosas. Quizás al hacer esto, al parasitar el orden y robarlo de a poquito, en ese lento desangramiento, nuestro mundo se vuelve más caótico. Al querer adueñarnos de todo, morimos, matamos.
Cierro los ojos y visualizo mi amanecer. Es perfecto, como todos. Las nubes desaparecen, la mañana llega de repente, como en uno de esos dibujitos viejos en que alguien corría la noche con luna y estrellas y todo, como una cortina, y el sol brillaba del otro lado, colinas verdes, conejos saltando.
La playa empieza a sentirse menos sola, algunas personas madrugan para hacerle compañía. Los pájaros ya revolotean por el muelle, esperando a los pescadores. El bañero iza la bandera roja y negra. Me alejo un poco con mi tabla bajo el brazo. Camino hasta que ya no me vean, y me meto rápido en el mar, para no sufrir el frío de a poco. Hundo la tabla, pasando por debajo de las olas, y después de pelear un rato, paso la rompiente. Me siento sobre la tabla y me pongo de espaldas a las olas.
El Sol es implacable, pero lo acepto con los brazos abiertos, el calor se extiende por todo mi cuerpo, el mundo en tonalidades de rojo a través de mis párpados cerrados. Las olas me hamacan suavemente, pero no hay apuro. Es que estoy esperando la ola perfecta. Viene por mí desde muy lejos, sólo para mí, y yo vine solo por ella. Para eso está el mar, el viento, la influencia de la luna en la marea: por ella y por mí.
Sí, ya casi puedo sentirla, removiendo el fondo del mar, arrastrando consigo toda el agua que puede para no defraudarme. Siento el reflujo en los dedos de los pies, y su inminencia, como una inhalación contenida, el momento en que uno sabe.
Ahí viene.
Es tan hermosa.